Había llegado el fin de semana, se acercaba el momento en que debería
viajar al pueblo más cercano a conseguir los alimentos para la nueva semana que
estaba a punto de iniciar; ya tenía listos los productos que llevaría para venderlos
y, con cuyo dinero pagaría. Era la hora de salir, muy temprano por la mañana se
levantó, fue hasta la pesebrera, amarró y apero las mulas, hizo un pequeño
desayuno, cargó, mientras pretendía irse sin despertar a sus hijos que aún
dormían aprovechando la frescura del amanecer y recordando que la tarde
anterior le habían pedido unos chocolates.
Inicio su camino arriando las mulas que llevaba consigo, debió caminar
por unas horas hasta llegar a dónde se encontraba la carretera, cansado y
sudado después de una larga caminata llegó; ahora, debía descargar y cambiarse
las ropas por los zapatos y la camisa que en mejor estado tenía, se sentía más
joven con esas prendas, por el solo hecho de que le representaban que llevaría
el fruto de su trabajo transformado en comida, trasladó los costales al carro
que lo llevaría hasta la plaza del pueblo dónde vendería sus productos, escucho
rumores de haberse vendido a buen precio el día anterior.
Llegó por fin al pueblo, el pequeño desayuno ya había desaparecido de su
estómago, y la caminata se sentía en su garganta, tenía sed. Los comerciantes
ofrecieron poco por sus productos, ya habían llegado de otras regiones a
menores precios - decían los compradores - no tuvo otra que venderlos a cómo se
los quisieron pagar.
Con unos cuántos pesos llegó al depósito dónde compraría, una vez más
serían pocas cosas, y debía regatear para llevar la mitad de lo que se
necesitaba en casa, era ya el mediodía, no había comido ni tomado nada desde
que salió de casa, el sol hacía de las suyas brillando desde el cielo, el día
se tornaba caluroso, ya se acercaba la hora de regresar...
Extracto tomado de: “Relatos de un campesino” - John J. Lemus-