Ahora, en mi corazón y mi
mente se dibuja el relato que me contabas, mientras las gotas de lluvia se deslizaban
entre la camisa y un pequeño cobo improvisado hecho con una bolsa plástica.
Cada fruto que tomaba en
mis manos recordaba aquella historia contada por su aroma.
Eran muchos días con sus
tardes, muchos amaneceres que entre la lluvia y sus relámpagos se dejaban ver,
para entonces quería levantarme de mi cama y tomar aquel pequeño catabro tejido
de forma perfecta y delicada, cada una de sus puntadas dejaba ver toda una
historia ancestral que entre miles de miradas se pasaba de una a otra
generación.
Lo llenaba y vaciaba en
tu catabro, pues según mi edad y estatura no debía de cargar nada – decías -,
pero aun así llevaba atado a mi cintura un pequeño costal, para al finalizar el
día llevarme conmigo un poco de aquello que juntos habíamos cosechado. me sentía
enorme en esos momentos, mientras en fila uno a uno de los que por todo el día
nos habíamos acompañado en la cosecha nos dirigíamos a casa, llevando en
nuestras espaldas aquel fruto que más que servir de alimento se había metido en
nuestra alma.
El agua se pasaba por
nuestras ropas y nuestra piel, mientras tanto le amaba, amaba dejarle ser parte
de mí, cada día lo era, quizás enfermara pero sabía que no era culpa del agua,
no era culpa de nadie, porque el agua simplemente era eso, agua, y allí estaba,
sintiéndole.
Hoy día, gracias a
aquellas historias que me permitiste vivir, sé que te amo, amo tus pisadas, tus
regaños y tus discursos, amo tus deseos de cambio y entiendo tu forma de vivir,
porque tú también la sientes, sientes esa agua que corre por tu piel…
-John
J. Lemus-